miércoles, 26 de julio de 2023

Glosario de términos controvertidos por el 50º aniversario del 11.09.1973


ALLENDE. Presidente constitucionalmente elegido en los comicios de septiembre de 1970 y ratificado por el Congreso pleno al no obtener la mayoría absoluta de los votos. Tal como ocurrió en 1958 con Jorge Alessandri, en 1952 con Carlos Ibáñez del Campo y en 1946 con Gabriel González Videla. Pese a lo que se pueda decir, hasta su elección como presidente, fue un político tradicional, en el sentido de que construyó una larga trayectoria en la vía institucional: 25 años como senador y un período de cuatro años como diputado.

DETENIDOS-DESAPARECIDOS. Ese y no otro es el término para referirse a estas víctimas de la dictadura. Nunca usar solo “desaparecidos”. Son personas que fueron detenidas por agentes del Estado y que hasta el día de hoy se ignora su paradero. Algunos de los cuerpos de esas personas se encontraron en fosas comunes o fueron enterrados en sitios clandestinos con el claro objetivo de ocultar los cadáveres y deshacerse del cuerpo del delito.

DICTADURA. A diferencia de muchos términos de este glosario, éste tiene una connotación negativa, por lo que los partidarios de una dictadura difícilmente se referirán a ella de esa forma. Como sea, una dictadura está presidida por un dictador y en algunos casos por un grupo de dictadores. En todo caso, durante un régimen de este tipo el término “dictadura” no es tolerado, por lo que hasta los medios y voces más críticas y opositoras evitan ese término, a modo de recurso de sobrevivencia.

EXCESOS. La forma eufemística para negar las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, cosa probada que ocurrió en Chile entre 1973 y 1990, a través de las instituciones armadas y de sus aparatos represivos, especialmente la DINA y luego la CNI.

GAP. Son las siglas del Grupo de Amigos Personales. Evidentemente su nombre no dice nada. Fue la escolta armada de Salvador Allende, compuesta en sus inicios por jóvenes que tenían algún tipo de instrucción militar, especialmente del MIR y de la facción del PS conocida como los “elenos”. La necesidad de que Allende contara con una escolta fiel surgió tras el asesinato del jefe del Ejército, René Schneider, una estratagema para impedir la asunción del candidato socialista como presidente. Aunque no tenía un respaldo legal, no necesariamente era ilegal: Allende envió al Congreso en diciembre de 1971 un proyecto que creaba el Departamento de Seguridad de la Presidencia de la República el cual nunca fue despachado.

GOBIERNO MILITAR O CÍVICO-MILITAR. Es el que dirigió el país entre 1973 y 1990. El término “gobierno” así como el de “gobernante”, como otros términos de este glosario, no tiene connotación alguna, por lo que se puede referir a uno democrático, monárquico, dictatorial, etc.

GOBIERNO AUTORITARIO. Eufemismo para evitar definir el gobierno de Pinochet como dictatorial.

GOLPE DE ESTADO. Forma como tradicionalmente se conoce el derrocamiento de un gobierno, sin importar su génesis, origen o legitimidad. Puede ser contra un gobernante democrático o incluso contra un dictador. La cosa es que un golpe de Estado saca al gobernante de turno. En el caso de Chile este fue liderado por los tres comandantes en jefe de las ramas armadas y el titular de Carabineros.

GOLPE MILITAR. El golpe de Estado fue encabezado y realizado por las Fuerzas Armadas y Carabineros, independiente de que sectores civiles hayan instigado esa acción. Por eso es incorrecto hablar de "golpe cívico-militar", que una extensión que no corresponde del concepto "gobierno cívico-militar".

GUERRA. Para justificar la represión y las violaciones a los derechos humanos, se ha asegurado que “estábamos en guerra”, y que hubo “caídos de lado y lado”. Sin embargo, incluso en la guerra hay normas y aquí no se cumplieron ni respetaron. De cualquier forma, la inmensa mayoría de las víctimas no eran una amenaza para el gobierno que se impuso en 1973 por las armas que empuñaban, sino que por lo que pensaban, por su militancia política y por su deseo de acabar con esa dictadura.

MANDATARIO. Aunque es un término confuso, es preferible quedarse con la primera parte de la definición de la RAE: “Persona que ocupa por elección un cargo muy relevante en la gobernación y representación del Estado”. Es decir, con este criterio, Pinochet no fue mandatario.

MERINO. El almirante José Toribio Merino es considerado el máximo impulsor del golpe. Él no estaba al frente de su rama el 11 de septiembre de 1973, pero ese día se autoproclamó comandante en jefe de la Armada, desconociendo el mando del almirante Raúl Montero. Lo mismo ocurrió con el general César Mendoza, quien se autodesignó director general de Carabineros por sobre el titular hasta ese día, José María Sepúlveda.

PINOCHET. Fue el último de los jefes militares en sumarse a la conspiración para derrocar el gobierno de Allende impulsada inicialmente desde la Armada. Entre septiembre de 1973 y diciembre de 1974 encabezó la junta militar de gobierno.

PRESIDENTE. Augusto Pinochet fue presidente de Chile desde diciembre de 1974 y hasta marzo de 1990. Ser presidente no tiene nada que ver con cómo llegó al poder. Presidente viene de presidir, no de ser el legítimo gobernante de un país.

PRONUNCIAMIENTO MILITAR. Otro eufemismo, esta vez para referirse al golpe de Estado de 1973.

RÉGIMEN. Con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, se interrumpió en Chile el régimen democrático y comenzó uno de orden dictatorial. La palabra régimen no tiene en sí una connotación negativa. Se refiere a un ordenamiento político.

SUICIDIO. Salvador Allende se suicidó en La Moneda. Su decisión no puede considerarse como el gesto de una persona desesperada, sino un acto político, consciente, de consecuencia política y de fidelidad con sus partidarios y su historia. La versión del asesinato o de su muerte a manos de los golpistas fue descartada por las personas que estuvieron hasta el último minuto con él, y solo se mantiene en las mentes fantasiosas de algunos y de aquellos que no entienden la última decisión de Allende.

jueves, 13 de julio de 2023

34 años después


Por Filiberto Castiñeiras

El fusilamiento, en la madrugada del 13 de julio de 1989, hizo enmudecer a simpatizantes y detractores. Para los que de alguna forma vivimos aquellos momentos, no se borran de la mente las imágenes, las voces, los detalles.

En el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MinFar), se venían desarrollando diariamente, a las tres de la tarde, reuniones de análisis con motivo de lo que repentinamente se denominó «movimientos sospechosos» de embarcaciones en la zona de Varadero (en la península de Hicacos, unos 120 kilómetros al oeste de La Habana) que —se suponía— habían sido detectados por la propia contrainteligencia del Ministerio del Interior —y, lo más alarmante, según las informaciones que estábamos recibiendo, por el servicio de Guarda Costas americano, a través de los canales abiertos entre ellos y nuestras propias Tropas de Guardafronteras.

En las reuniones participaban algunos de sus más encumbrados oficiales y por el MinInt, el propio ministro, general de división José Abrantes; mi jefe inmediato Pascual Martínez, en el cargo que se denominaba primer sustituto; el jefe de la Dirección General de Contrainteligencia, el también general de división Manuel Fernández Crespo. Pero pronto comenzaron unas maniobras inexplicables. En los momentos de las más difíciles decisiones, Abrantes fue enviado por Fidel a México para llevar algún mensaje al presidente Salinas de Gortari.

Ahora era Pascual el que llegaba a mi oficina. Había entrado por la puerta trasera, después de dejar el ascensor que utilizaba el Alto Mando.

Venía con varios files bajo del brazo y cara de inusitada impotencia y desesperanza —si se me permite la descripción. Serían las cuatro de la tarde aproximadamente.

Al entrar, se recostó a una larga credencia que se ubicaba frente al buró donde yo trabajaba y sin mirarme, con la vista perdida a través de los ventanales que tenía al frente, dijo: «Ahí acabo de dejar la cola».

Se refería al chequeo personal que la contrainteligencia del MinFar venía realizando a varios de los cargos más importantes del MinInt —el supuesto sacrosanto Alto Mando.

Seguía sin mirarme, perdido en su pensamiento.

«Estamos metidos en esto hasta aquí», dijo por fin, con su mano derecha puesta horizontalmente a la altura de la nariz.

«Hay una propuesta de fusilar a diez, por lo menos. Hay quienes están pidiendo doce.»

Fui yo el que me quedé en una pieza esta vez. Me había mantenido de pie todo el tiempo y ahora me recostaba lentamente a mi buró.

Todos los movimientos de embarcaciones en esa zona del litoral habían sido autorizados. Los vuelos de pequeños aviones también estaban autorizados a entrar al espacio aéreo cubano por el MinFar a petición de la oficina del ministro Abrantes.

La realidad es que, desde el principio de los años 80, el comandante de la Revolución Ramiro Valdés, nombrado ministro del Interior por segunda ocasión, había emitido una «orden ministerial», donde autorizaba cualquier tipo de vía o acciones para burlar el bloqueo norteamericano.

Surgieron entonces los famosos lancheros. Estos personajes llevaban a Cuba tecnología y equipos de computación que en aquellos momentos no se podían conseguir de otra manera.

Entonces Pascual me dijo: «Dile a Nilda que traiga un cafecito y ven a mi oficina».

Nilda era una excelente y servicial mujer de tez oriental, pelo negro a la altura de las caderas, que atendía las labores de limpieza de todo el piso en que nos encontrábamos.

«La reunión vuelve a empezar a las 5», me dijo, a la espera del café. «En el vuelo que llega hoy de Panamá viene Márquez con una carta de Noriega. Ponte de acuerdo con Yoyi, para recogerlo en el aeropuerto y para que lo traigas al MinFar.»

Roberto Márquez era en ese momento el jefe del Departamento Operativo de Tropas Especiales y Yoyi —Jorge Lino Cancio Bello—, el oficial que se encargaba de gestionar las entradas y salidas de los casos operativos que, a su vez, entraran o salieran del país.

Tal cual, coordiné con Yoyi, recogí a Márquez en el aeropuerto, le expliqué las instrucciones, recogimos el sobre al pie del avión, y nos dirigimos al MinFar.

La tarde había sido de mal tiempo. Fuertes lluvias y vientos habían decorado la llamada Avenida Independencia (conocida regularmente por los habaneros como Avenida de Rancho Boyeros), con pencas de palmas, y hasta con el derribo de un poste del alumbrado, que recorrimos en silencio a lo largo de sus más de 7 kilómetros de culebreo hasta nuestro destino.

Llegamos al sótano del MinFar y ya nos estaban esperando. Después de saludar a los escoltas de Fidel, nos recibió Lorenzo, un joven, amable e inteligente oficial que era uno de los jefes de la escolta de Raúl, que nos acompañó hasta el cuarto piso.

Llegamos a una pequeña sala donde estaba Fidel, Raúl, Abrantes, Pascual y quizá alguien más que ahora no recuerdo.

Le entregué la carta a Pascual. Fidel vino hacia nosotros. «La carta de Noriega, comandante» dijo Pascual, extendiéndole la carta.

Fidel dio media vuelta y abrió el sobre y extrajo la carta. Una hoja con el sello de la República de Panamá y con no más de dos párrafos como todo contenido, según alcancé a ver a mi prudente distancia.

Fidel, sin levantar sus ojos de la carta, frunció el ceño, los labios apretados, y dio unos pasos hacia delante, como si leyera nuevamente.

Regresó y le dio la carta a Raúl, quien la leyó y a su vez se la pasó a Abrantes. De éste, a Pascual, y regresó a mí, con la instrucción de «llévatela y guárdala». Fue entonces en el camino a nuestra oficina que tuve oportunidad de leer el contenido de los dos párrafos. «Fidel el objetivo eres tú. Los gringos están detrás de ti.». El caso es que, a través de sus fuentes en la CIA y de vínculos americanos con el G-2 panameño, Noriega había obtenido la información pertinente. Tu nombre, Fidel, es el objetivo de la operación.

Comentábamos después en prisión (el Alto Mando del ministerio casi íntegro terminó allí), que esta alerta de Noriega fue el punto de no retorno en la decisión de fusilar a cuatro hombres.

Ahora había algo más que el argumento de algunas hipotéticas fallas de disciplina. Noriega, como decíamos, «había subido la parada». Noriega le había sacudido el piso a Fidel y le hizo darse cuenta de que esta era una oportunidad que los norteamericanos no iban a desaprovechar. Coger a Fidel con las manos en la masa… en el escabroso tema del narcotráfico.

Pero, desde luego, en posesión de esa alerta, él no iba a dejarse arrebatar el escándalo internacional. Esa sería su potestad. Y, a continuación, muy provechoso para el momento de crisis en el campo socialista, no perdería oportunidad para limpiar un ministerio del Interior cada vez más proclive a los aires de la perestroika.

Tenía que utilizar otra vez su astucia y su habilidad para cambiar la imagen del problema —como acostumbraba a hacer.

Para empezar, había que lucir inocente a todas luces, traicionado, engañado. Había que hacer sentir su poder, su cólera ante el engaño. Y, la única forma era tomar medidas drásticas con alguien incuestionable.

Su mejor general, su mejor estratega, uno de sus mejores y fieles compañeros. Y hacerlo acompañar rumbo al poste de ejecuciones por el condotiero emblemático de las Tropas Especiales del MinInt. Y, de paso, los ayudantes de cada uno de estos dos.

El fusilamiento —en su concepto— resultaba obligatorio.

En la foto, a mediados de los 70, desde la izquierda: el comandante Pascual Martínez Gil, jefe de Tropas Especiales; el primer teniente Conrado Rivera Guerra, jefe de la Segunda Compañía de la fuerza; el capitán Antonio Tengido González, oficial de Operaciones y una de las bajas cubanas más sensibles en Angola; el teniente Filiberto Castiñeiras Giadanés, ayudante de Pascual, y el legendario capitán Antonio de la Guardia, jefe de Operaciones. (Colección de Filiberto Castiñeiras. Copyright © 2023 Filiberto Castiñeiras. Prohibida la reproducción.)

lunes, 20 de marzo de 2023

Ha muerto Jorge Edwards

Jorge Edwards y Fidel Castro a bordo del buque escuela
chileno Esmeralda, en febrero de 1971, en La Habana.

Jorge Edwards falleció el viernes en Madrid. En este lapso se han escrito obituarios, artículos y comentarios sobre su vida y obra. Y en casi todos ellos se aborda con especial interés un punto común y reiterado en la vida del escritor chileno, tal vez algo desproporcionado para una persona que vivió 91 años: los tres meses que fungió como enviado del presidente Salvador Allende ante la Cuba revolucionaria.

Se refieren con dedicación al breve tiempo que Edwards fue encargado de negocios —en jerga diplomática, el sucedáneo de embajador— de Chile en La Habana, entre el 7 de diciembre de 1970 y el 22 de marzo de 1971, cuando salió de Cuba con destino a París para trabajar al alero de Pablo Neruda.

Su experiencia en la isla la relató en el libro Persona non grata, que se publicó en diciembre de 1973, en España. Es decir, cuando ya se había producido el golpe de Estado que derrocó a Allende, cuando Edwards ya no formaba parte de servicio diplomático chileno y cuando Neruda ya estaba muerto. Podemos agregar como hecho de la causa que el libro fue editado y salió a la venta cuando aún faltaban casi dos años para la muerte del dictador español Francisco Franco.

Ese paso de tres meses por Cuba marcó el distanciamiento de Edwards con esa revolución y con la izquierda, al sentirse víctima de hostigamiento del aparato castrista, percibir el ahogo de las voces críticas en la isla y palpar la construcción de un régimen hecho a la medida y beneficio de Fidel Castro.

En decenas de artículos publicados tras el deceso de Jorge Edwards no hay una línea crítica sobre esos días habaneros ni sobre su testimonio en forma de libro.

Lo cierto es que su gestión como enviado de Salvador Allende, mostró falencias desde el primer momento. Tras el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Chile y Cuba el 12 de noviembre de 1970 y la instalación casi inmediata en Santiago del ministro consejero y encargado de negocios de Cuba Luis Fernández Oña (el yerno de Allende), el paso lógico era el envío a La Habana de un encargado chileno para reinstalar esos vínculos.

El designado para una tarea que en ningún caso era un trámite sino que tenía una gran carga política y simbólica, fue Jorge Edwards. Él debía ser uno de los nexos entre Santiago y La Habana luego de seis años de quiebre, puntal de uno de los primeros países en América Latina que restablecía relaciones con Cuba, y actor esencial en los vínculos de dos gobiernos con una innegable simpatía ideológica.

Sin embargo, objetivamente Edwards no actuó profesionalmente como diplomático ni respondió a la confianza otorgada por el presidente de su país. Prefirió seguir sus intereses de escritor, por los que ya había sido invitado a Cuba en el pasado, como jurado de un concurso literario.

El mismo Jorge Edwards sostiene en Persona non grata (siempre leído con su debido grano de sal) que le dijo a Fidel: "Es probable que haya actuado más como escritor que como diplomático" y "Reconozco que en Cuba he sido un mal diplomático".

Además, no hizo el mínimo esfuerzo por averiguar antes de llegar a La Habana quién había sido su antecesor, es decir, el último embajador chileno hasta el rompimiento de relaciones en 1964. De haber hecho la pregunta, se habría enterado de dos temas relevantes: que era un familiar suyo y que no era un diplomático de paso que cumplió su función en La Habana y nada más.

Se llamaba Emilio Edwards Bello y era un primo del padre de Jorge Edwards. Alcanzó a vivir más de 20 años en La Habana, se casó con una cubana (hija de un general del ejército de la independencia), y fue testigo del triunfo revolucionario en 1959 y de los primeros años en el poder de Fidel Castro.

Edwards, Jorge, reconoce que no hizo “la pega” previa de averiguar quién había sido el último embajador chileno en La Habana. Lo confesó a su manera en Persona non grata, en una columna publicada en El País y en el libro Esclavos de la consigna. “Era una coincidencia de nombres [el de Edwards] en la que nadie en Chile, ni yo, se había fijado”, escribió.

Fidel Castro, el comandante del buque escuela chileno
Esmeralda, Ernesto Jobet, y Jorge Edwards, en febrero de 1971.

No pasó mucho tiempo para que Jorge Edwards se involucrara en La Habana con escritores cubanos a los que ya conocía y que empezaban a disentir con el régimen. Y el más destacado de ellos fue Heberto Padilla. El poeta, que se haría mundialmente conocido por su autocrítica, se la pasaba en las habitaciones que ocupaba el diplomático chileno en el Hotel Riviera, para conversar y aprovechar los licores y tabacos a los que Edwards tenía acceso por su condición de extranjero, a través de la “diplotienda” y en el “diplomercado”.

Meses después, cuando Edwards ya se había marchado de La Habana, su sucesor, el embajador chileno Juan Enrique Vega, le hizo saber, en comunicación enviada a París en julio de 1971, que tenía una “gruesa” deuda que pagar en la capital cubana. Se trataba de más de 4.200 dólares de la época por “gastos personales”, “como son licores, cigarrillos o comidas en restaurantes”, dice el cable.

La situación de Padilla, quien fue detenido el 20 de marzo de 1971, y su posterior autocrítica, el 27 de abril, así como la salida de Edwards de Cuba (el 22 de marzo) tras una larga discusión con Fidel Castro descrita con detalle en Persona non grata, son hechos que han sido comentados ampliamente. Y evidentemente están relacionados. Por más de 50 años se ha dicho que ese momento marcó el divorcio de una parte de la intelectualidad occidental con la Revolución Cubana.

Toda la evidencia muestra algo parecido, pero… ¡en sentido contrario! Fue Fidel Castro quien orquestó la autocrítica de Padilla para romper con esa intelectualidad que cada vez le resultaba más molesta y para cortarle las alas a aquella que decidiera acatar las reglas del juego del comandante. ¿Y Jorge Edwards? Bueno, él fue el personaje que necesitaba Castro para avanzar sobre Padilla, quebrarlo y llevarlo a esa burda actuación del 27 de abril en que se convirtió la autocrítica.

Además, con la salida precipitada de Edwards de la isla —Vega llegará recién a La Habana el 21 de mayo—, Castro se liberaba de un personaje que no solo no estaba haciendo su trabajo como enviado de Allende sino que más bien se mostraba desconfiado con un gobierno amigo y se había dedicado a revolver parte del gallinero cubano.

Las interrogantes que deja

Concluida la evaluación de lo que fue la vivencia habanera de Jorge Edwards, hay demasiadas dudas que el premio Cervantes 1999 nunca resolvió y ahora con su muerte quedarán para el terreno de las deducciones. Dudas que ya fueron planteadas por Norberto Fuentes en su libro Plaza sitiada. Fuentes es uno de los protagonistas de esa noche de la autocrítica porque fue el único que contradijo a Padilla, reafirmó su condición de revolucionario, la de Norberto, y echó por tierra la puesta en escena armada por el aparato cubano para cumplir con los objetivos de Fidel sobre los intelectuales.

La primera de esas interrogantes es quizá la más llamativa: ¿Por qué Edwards nunca firmó alguna de las cartas de apoyo a Padilla de los intelectuales europeos y latinoamericanos impulsadas esencialmente por Mario Vargas Llosa? El peruano escuchó de primera mano el relato de Edwards ya que acogió en Barcelona al chileno inmediatamente después de salir de Cuba y antes de que se presentara para nuevas funciones en París.

Heberto Padilla (izquierda) y Norberto Fuentes durante la
autocrítica del poeta, el 27 de abril de 1971.

Se podrá decir que no se hizo parte con su firma porque sus funciones de diplomático chileno y protegido por Neruda en París se lo impedían. Pero nunca consideró su trabajo de diplomático y enviado de Allende en La Habana para evitar molestar al gobierno cubano con sus reuniones de amigos escritores. ¿Por qué después sí?

Segunda cuestión. Padilla, que se acusó de antirrevolucionario y embarcó a todos sus amigos escritores, no mencionó a Jorge Edwards, por cuya razón él y su esposa, Belkis Cuza Malé, fueron arrestados. ¿O es que acaso la gente de la Seguridad del Estado, que “orientó” a Padilla en lo que debía decir en su autocrítica, le dijo que dejara fuera de eso a Edwards?

Última duda. ¿Por qué Jorge Edwards esperó casi tres años para hablar de lo que había vivido en Cuba? En los archivos de la Cancillería chilena, donde están sus despachos a Santiago, cuando era “nuestro hombre en La Habana” y luego consejero en la capital francesa, no hay nada de eso que escribió en Persona non grata. ¿No era relevante para el gobierno chileno el acoso que sufrió en la capital cubana? ¿Ni siquiera correspondía informar de la detención de un tal poeta Heberto Padilla, involucrado con el encargado de negocios de Chile?

Edwards dijo que Neruda le recomendó escribir de lo vivido en Cuba pero no hacerlo público, pero lo hizo como ya dijimos en diciembre de 1973, muy lejos de todo, en tiempo y espacio, y con varios muertos de por medio. ¿Es que Jorge Edwards le temía más al enojo o a ser reprendido por Neruda —quien aún no recibía el premio Nobel, algo que se anunció el 21 de octubre de 1971— que por Fidel Castro?

¿O es que acaso en esa conversación extensa de la noche del 21 de marzo y la madrugada del 22 se estableció un acuerdo, un pacto de silencio entre Jorge Edwards y Fidel Castro? ¿Un pacto cuyo plazo estaba vencido o podía darse por vencido en diciembre de 1973, considerando que el gobierno de la Unidad Popular era historia y Edwards había sido apartado del servicio exterior chileno y había iniciado su vida como exiliado en Barcelona?

miércoles, 6 de noviembre de 2019

De herencias y señales


Por Pedro Schwarze

Publicado en revista Noticias, de Argentina, el 1 de noviembre, bajo el título "La protesta no cede".

Dos semanas después de que comenzaran las protestas de evasión en el Metro de Santiago y se desataran las manifestaciones multitudinarias en todo Chile, la pregunta que ronda es cuándo y qué aquietará las aguas de esta tormenta que ha cuestionado el orden político, social y económico de este país. Sin embargo, el aplacamiento de ese torbellino debiera ir de la mano de la búsqueda del camino que nos lleve a reparar las causas que provocaron esta revuelta ciudadana.

El Gobierno de Sebastián Piñera, que encendió la mecha de esta crisis que se incubó por décadas, ha intentado durante estos días controlar las protestas, reprimir las manifestaciones, contener el malestar y normalizar el país. Hasta ahora sin éxito. Como si su llamado a volver a la normalidad bastara. Ni la declaración del estado de emergencia, ni sacar a los militares a la calle ni imponer el toque de queda sirvió para frenar esta marea. Y tampoco parece suficiente la salida de Andrés Chadwick Piñera, ministro del Interior y primo hermano del presidente. Por algo las protestas callejeras siguen sucediéndose día a día con la consigna de #EstoNoPara.

Detrás de este ciclón se encuentran la herencia de la dictadura de Pinochet, las deudas de nuestra transición y la inercia de la clase dirigente, que se mantuvo en su zona de confort y que no avanzó en los cambios necesarios. El 5 de octubre de 1988, los chilenos rechazaron la continuidad de Pinochet en un plebiscito contemplado en una Constitución, la de 1980, hecha a su medida. Tras años de protestas, acciones de resistencia y aguante ante la represión, los ciudadanos y los partidos opositores se animaron a jugar en el terreno y con las reglas del dictador, y lo derrotaron.

Fue así como se abrió nuestra transición democrática, sobre la base de la misma Constitución de 1980 a la que se le han hecho 20 reformas desde entonces. Una transición considerada internacionalmente como exitosa ya que se avanzó en la democratización, pese a la amenaza militar y a la presencia de Pinochet en la comandancia en jefe del Ejército hasta 1998. Desde entonces se han sucedido siete gobiernos en estas tres décadas (cinco de centroizquierda y dos de derecha), donde se hicieron algunas modificaciones al marco político-legal y al modelo económico, que para algunos sectores resultaron ser simples retoques cosméticos.

La carta magna no fue la única herencia de la dictadura que aún se mantiene vigente: también está el sistema de pensiones (las AFP), el sistema privado de salud (las isapres) y un sistema público insuficiente, los casos de violaciones a los derechos humanos que todavía no se resuelven, la municipalización de la educación pública y el desarrollo de un individualismo metalizado. En Chile campea un modelo sustentado en el crecimiento económico, pero sin un esquema de protección social, donde cada uno se rasca cómo puede, y donde el nivel de endeudamiento de las familias alcanza niveles históricos (el stock de deuda equivalente en los hogares llega al 73,3% del ingreso disponible). Han sido tres décadas de crecimiento económico, de estabilidad y de reducción de la pobreza, pero donde no ha dejado de crecer la inequidad, donde el tejido social se ha destruido y donde el hecho de que los chilenos tengan más no ha sido sinónimo de mejoría social.

Si bien ahora estamos claros que por años había un problema cocinándose, el caldero sí había dado muestras de que estaba entrando en ebullición, como fue la revuelta de los secundarios (2006), las protestas de los universitarios por una educación gratuita (2011), las marchas contra las AFP (2016) y el movimiento feminista (2018). Un potaje al que se sumaron los escándalos de abusos en la iglesia católica y de corrupción en el Ejército y en Carabineros. Parece evidente que se requieren un cambio mayor, progresivo y gradual, y que, aunque puedan producirse en el mediano y largo plazo, parece imperante que los dirigentes —de Gobierno y oposición— den señales más concretas de avanzar en ese sentido.

Una de esas apuestas, y que la oposición ahora empuja con más fuerza para ponerla sobre la mesa, es la elaboración de una nueva Constitución. Una demanda que lleva años en la agenda de la izquierda y la centroizquierda y que ahora empieza a ser considerada por la centroderecha. También empieza a calar en ese sector —como medida tangible e inmediata— la propuesta de acortar la jornada semanal de trabajo a 40 horas (actualmente es de 45 horas), una iniciativa con un fuerte apoyo en los sondeos, y a la que el Gobierno y el oficialismo se resistían “porque no era el momento”, en medio de la ralentización económica y la guerra comercial entre China y Estados Unidos.

Pese a los intentos de las autoridades de volver a la calma, incluida una batería de medidas sociales y el pedido público de perdón por parte de Piñera, las calles de buena parte del país siguen en ebullición, inundadas por manifestantes. Son en su mayoría jóvenes que no vivieron la dictadura, que no supieron de las dificultades que hubo en los años primarios de la transición, una generación que solo ha vivido en democracia y que se ha visto bombardeada por el consumismo y la vigencia superflua de la redes sociales, que en general no participan en las elecciones tras el fin de la obligatoriedad del voto en 2012, razón por la cual no se sienten comprometidos en la toma de decisiones.

De hecho, en la manifestación del millón 200 mil personas del viernes 25, se podía encontrar desde jóvenes para los que la protesta se canaliza a través de la violencia y la destrucción, hasta otros para los que su presencia ahí estaba determinada casi por una moda o por estar presente en un “evento” histórico que no había que perderse. Precisamente uno de los mayores desafíos es la inclusión de aquellos que no se sienten incluidos o representados, no solo políticamente, sino en esta sociedad que durante décadas ha sido señalada como modelo de convivencia y crecimiento, pero que ahora deja mucho más claro sus imperfecciones, cojeras y claroscuros.

Sebastián Piñera —pese a que su popularidad cayó estas semanas a 14%, la menor de un gobernante en las últimas décadas— tiene la oportunidad de pasar a la historia como el presidente que inició las transformaciones que la calle y el malestar general demandan. Sin embargo, ha demostrado ser sordo a la hora de escuchar las señales a pesar de tener capacidad política y sentido de la oportunidad.

sábado, 26 de octubre de 2019

Una oportunidad para pensar al "hombre nuevo"


Por Pedro Schwarze

Publicado en la revista argentina Noticias el 24 de octubre de 2019

El alza del pasaje de Metro en Santiago apenas fue la chispa de una convulsión social que se venía incubando hace años y que estalló no solo en la capital —la única ciudad que tiene tren subterráneo— sino en todo Chile. Nadie pudo vislumbrar lo que vendría y nadie hasta ahora es capaz de determinar si logrará aplacarse este malestar de manera transitoria o definitiva.

La quema y destrucción de varias estaciones de Metro, sin duda una obra de orgullo para los santiaguinos y una enorme ayuda en los desplazamientos por la ciudad, nos impactó más que cualquier cosa. Y después supimos del saqueo e incendio de supermercados, con lo cual nos sentimos ante una barbarie que sembró la angustia y desesperación.

Para ahondar en esta situación de desasosiego, el gobierno decretó el estado de emergencia en Santiago, que se fue extendiendo por otras ciudades y regiones, sacó los militares a la calle y luego determinó el toque de queda nocturno. Estuviesen justificadas o no esas medidas, algo que se mantendrá en la discusión, lo que está claro es que eso despertó los recuerdos y los temores de lo que significó la pasada dictadura. Con mayor razón cuando ya se cuentan cerca de dos decenas de muertos, cinco de ellos, según los organismos oficiales de derechos humanos, por obra de efectivos policiales o militares.

Nuevamente la reacción se hizo sentir, incluso por jóvenes que no habían nacido cuando en este país gobernaba Pinochet. Multitudes coparon las calles con manifestaciones como las de antaño, las de los 80, animadas con el toque de cacerolas y pailas, y entonando como himno “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara. Una protesta transversal que incluso se deja sentir en los barrios donde tengo el privilegio de residir.

Las razones de este estallido son millones. Cada chileno tiene su versión, desde aquellos que observan con rabia encerrados en sus casas cómo se hace añicos el paraíso en el que estaban acostumbrados a vivir, hasta quienes desde las calles u hogares esperan que el viejo esquema de convivencia y de fragilidad social cambie y mejore su vida. Desilusión, enojo, esperanza, miedo.

Lo cierto es que la dirigencia de Chile, con sus medidas, mensajes y señales, lo único que hizo fue echar gasolina a un polvorín que, ahora vemos, estaba a punto de estallar. Es el mismo polvorín de descontento que llevó por segunda vez al gobierno tanto a Bachelet como a Piñera. Este último prometió "tiempos mejores" pero la noche del martes ya hablaba de “tiempos difíciles”.

Detrás de este caos -al que ni el gobierno, el Congreso y ninguno de los partidos políticos han sabido hacerle frente- está nuestra imperfecta transición, la decisión de no tocar el modelo económico y social y, aunque suene cliché, la dictadura de Pinochet y su herencia más profunda: un "hombre nuevo" individualista, ambicioso, habitante de una sociedad donde cada uno se las arregla como puede, donde el bien común y el bienestar colectivo no existen.

No por nada los manifestantes en la calle actúan como individuos, sin banderas de ningún tipo ni detrás proyectos colectivos. Los que destruyen las estaciones del Metro no pueden estar pensando en un bien común cuando saben que eso perjudicará a los sectores pobres y medios de buena parte de Santiago. Para qué decir los que saquean, representantes más brutales de ese estereotipo del winner, donde hay que ganar a toda costa, de que si yo no robo otro robará, aquel que entiende que en esta sociedad solo los pillos triunfan.

Ese es el país donde creíamos tenía una estabilidad incuestionable, donde había cabida para el crecimiento económico pero no para el ascenso social. Muchos hablan de buscar un diálogo, de escribir una nueva Constitución, de reformar el sistema de pensiones, de reducir las desigualdades, pero ninguno de estos "hombres nuevos" en que nos hemos convertido estamos, por ahora, dispuestos a meter la mano al bolsillo y aportar lo que nos corresponde para apagar este incendio y construir una sociedad mejor.

Como sea, la calle ha vuelto a reunir a una parte de la ciudadanía y tal vez sea el comienzo para que en algo podamos avanzar en reconstruir las confianzas y fortalecer así nuestras redes sociales. Pero no las virtuales, sino esas redes antiguas, las de los barrios, las agrupaciones gremiales, los colegios profesionales, los sindicatos, las federaciones de estudiantes, los partidos políticos —todas y cada una de ellas jibarizadas por este modelo de sociedad imperante—, para lograr una convivencia marcada por el entendimiento y la solidaridad, como si fuera un Metro en el que tenemos que entrar todos sin importar la estación en la que nos subimos o nos bajamos.

lunes, 27 de agosto de 2018

Norberto Fuentes en el torbellino

Fragmento del texto inédito "En el torbellino", próximo a publicarse.

En su artículo “El narrador en la tormenta revolucionaria”, el ya mítico crítico uruguayo Ángel Rama rompió con todo lo que hasta ese momento se había publicado sobre el llamado Caso Padilla, y le aportó una mirada fresca a la autocrítica del poeta cubano Heberto Padilla, la noche del 27 de abril de 1971, en la sede de la Unión de Escritores y Artista de Cuba (UNEAC), donde —tras permanecer detenido más de un mes— confesó ser antirrevolucionario e involucró a otros a escritores y amigos en sus mismos “crímenes”. Ese cuadro, especial y aparentemente cuidado, fue el detonante del quiebre de buena parte de la intelectualidad latinoamericana y europea con la Revolución Cubana. “Estaba produciéndose en tierras americanas una confesión místico-socialista que seguía puntualmente el modelo de las confesiones en los procesos de Moscú en los años treinta, la cual, según el penitente dijo al comenzar, había sido pedida por él mismo y obviamente aceptada por sus colegas”, escribió Ángel Rama al introducir en el tema.

Pero destacó que su foco no estaba en esa escena integral ni en su protagonista, sino “en un actor secundario, poco o mal iluminado por los flashes periodísticos, en el cual sin embargo se tipifica la problemática del narrador dentro del vertiginoso sucederse de una historia revolucionaria. Analizada con objetividad, al margen de la emocional polémica que rodea estos sucesos, es tarea que compete a la crítica, pues es su misma existencia la que en ella se cuestiona”. Padilla enlodó en su autoinculpación, entre otros a su mujer Belkis Cuzá Malé, a Pablo Armado Fernández y a un joven Norberto Fuentes. Sin embargo, Fuentes, autor del libro de cuentos Condenados de Condado, con el que había ganado el premio Casa de las Américas en 1968, “a diferencia de los restantes escritores aludidos, se negó a hacer su autocrítica, reivindicó sus convicciones revolucionarias y se rehusó a convalidar las explicaciones espiritualistas de Padilla, las cuales, para mayor sorpresa, fueron aprobadas por los funcionarios culturales allí presentes”, describió Rama e insistió que “oponiéndose a la posición asumida por Padilla, Norberto Fuentes defendió su derecho a tener opiniones críticas sobre los organismos del Estado y sobre los diversos aspectos de la vida nacional, entendiendo que ése es un derecho de todo ciudadano y que es parte del normal debate sobre la ‘res pública’ que les compete”.

Una de los párrafos esenciales de “El narrador en la tormenta revolucionaria” es el momento cuando Ángel Rama planteó que si desde 1967, cuando ya Heberto Padilla comenzó a tener conflictos con las autoridades cubanas, se habló de un “Caso Padilla”, algo que se vino a “perfeccionar” con la autocrítica de 1971, “con igual razón habría que hablar de un caso estrictamente paralelo, el ‘Caso Fuentes”. Y subrayó que el silencio —en Cuba y fuera de la isla— en torno al “Caso Fuentes” se explicó por el hecho de que “no era utilizable por la guerra fría pues [Norberto] se declaraba revolucionario, no se ponía en contacto con los corresponsales extranjeros, etcétera. Hubiera correspondido al pensamiento de izquierda su consideración y el silencio que ha guardado es una acusación y un testimonio de su atraso”.

sábado, 7 de octubre de 2017

Jon Lee Anderson: “Al Che siempre le faltó un Fidel a su lado después de la Sierra Maestra”

Para el autor de la más reconocida biografía sobre el guerrillero, Ernesto Guevara “nunca fue político. Era un tipo intelectualmente muy logrado, era un tipo carismático casi por su anticarisma. Quizá su carisma más místico o mágico era su indignación social, lo cual era su detonante, su gatillo”.

Por Pedro Schwarze
Publicada en Semanal de T13 el 6 de octubre de 2017


La biografía Che Guevara. Una vida revolucionaria (1997), del periodista estadounidense Jon Lee Anderson, no se quedó en el libro solamente. Durante su investigación Anderson obtuvo en 1995 la información clave que hizo posible encontrar los restos del guerrillero y sus compañeros de armas junto a la pista de aterrizaje en Vallegrande, Bolivia. El libro sirvió de fuente relevante para las películas que dirigió Steven Soderbergh y que fueron estrenadas en 2008. El mismo Anderson fungió como asesor en los filmes. Y el año pasado se lanzó una versión en comic de la biografía, ilustrada por José Hernández.

Al cumplirse 50 años de la muerte de Ernesto Che Guevara, cuando militares bolivianos lo ejecutaron el 9 de octubre de 1967, Anderson sostiene en esta entrevista con T13 Semanal que el legado del guerrillero se mantiene latente y que se ha convertido en un símbolo de rebeldía al status quo. El periodista asegura que escribir esa biografía fue “una experiencia humana y política” y reconoce que hubo un cambio en la recepción de Cuba a su libro, de la descalificación al reconocimiento.

“Supongo que para algunos, en una época, pudo haber sido incómodo que un yanqui estuviera tan metido en sus temas. Yo sé que había malestar, nunca entendí porque nunca me lo hicieron saber y no era monolítico”, asegura. Y sobre los cuestionamientos de la hija del Che, Aleida Guevara, a su libro, es tajante: “Parece que ya no está molesta. Nunca he sabido por qué estaba molesta y en ningún momento me dio las gracias por ayudar a encontrar los restos de su papá, cosas que a mí me molestaron, francamente. Porque si ella se molestó, yo me molesté más por su molestia”.

-¿Por qué cree que sigue el interés por el Che a 50 años de su muerte?

-Primero por el hito del 50° aniversario. Además es un momento coyuntural en América Latina: ha muerto Fidel, finalmente, y murió Chávez. Los dos pilares en vida de lo que quedó de la época de revolución e idealismo de la izquierda en América Latina murieron en los últimos años. El Che queda como el pregón por excelencia, el santo patrón de eso. Supongo que es por eso, porque hay una especie de bajón o desazón en lo que es el idealismo, la ideología, más allá de la ideología de mercado, en las Américas y con un Trump en la Casa Blanca. Supongo que sí, que es un cruce de caminos que ofrece la posibilidad de rumiar sobre lo que pasó. El Che siempre ha inspirado interés por la forma en que vivió su vida y cómo la terminó. Como pocos hombres públicos de Occidente en el último medio siglo y más, ha sido un hombre consecuente con sus ideales. Eran ideales muy radicales, ostentó cambiar el mundo por las armas para crear un mundo socialista en plena Guerra Fría. Al final de la Guerra Fría, hace 25 años era el único que emergió de las cenizas con algo de romanticismo e ilusión. Ciertamente ningún joven en Italia ni en Lima andaban tratando de reivindicar el legado de Leonid Brezhnev. Era el Che Guevara, pues. Murió joven, bello, valiente, murió en aras de su ideal y eso es desde tiempos mitológicos, desde tiempos primordiales lo reconocemos como algo heroico y resuena en el imaginario popular.

-¿Pero se percibe de una manera distinta en América Latina que en Estados Unidos y en Europa?

-Creo que sí. Por supuesto que en América Latina está más cercana al mundo inconcluso. Tenemos una América Latina muy frágil en lo que es su estado de derecho, con los índices de homicidios más altos del mundo en media decena de países, con una narcoeconomía y una narcocultura muy arraigada que amenaza incluso a la estabilidad de algunas de estas sociedades. Estamos hablando todavía de una región muy incierta en torno a lo que es su configuración política futura, la consolidación de un estado de derecho que daría seguridad a sus sociedades. Creo que las Américas en general es todavía una olla en fundición. Estamos en un momento en que las piezas, todas, están en movimiento, como si el mundo político y social fueran placas tectónicas. Entonces el Che si bien está entendido como un ser universal, de referencia en lo que es un símbolo de desafío juvenil, sobre todo, al status quo, de rebeldía al status quo en cualquier tiempo y en cualquier lugar. El Che tiende a ser desvestido de su contenido. Cada generación se queda con la cara, al rostro, al emblema no más, y hay que volver a ponerle carne y hueso.

-¿Qué tanto queda del legado del Che?

-Depende de a qué legado te refieres. Si es el legado que buscó él, de ser alguien como en sus llamados más sonados o románticos, “con mi sangre nutriré el suelo que abonará las revoluciones futuras”, está ahí. En este momento no lo estamos viendo pero si anduviéramos entre los de las Farc, en Colombia, que acaban de dejar las armas, todos veneran al Che. Los elenos (los guerrilleros colombianos del ELN) me imagino que también. El Che es el ejemplo de lo que un hombre puede hacer cuando toma la decisión de empuñar un arma a partir de una indignación social y busca justicia de la manera que él la concibe. Hay muchos calificativos que uno puede agregar a ese escudo, a ese emblema, a ese rostro, pero es un legado muy potente. Esto no quiere decir que su noción de economía política, o el socialismo, o sus teorías tal cual fueron trazadas en los años 60, medio siglo atrás, son tan vigentes como su legado personal. Yo creo que él, como el hombre que vivió y murió de una manera consecuente con sus ideas, por varias razones se cuajó y se quedó ahí cuajado. Incluso con las olas de comercializaciones (de su imagen), que cualquiera pensaría que eso mismo terminaría por ridiculizarlo o vaciarlo de contenido, no lo ha logrado.

-Ahora que el Che y Fidel Castro está muertos, ¿qué batallas ganó el Che sobre Castro y cuáles ganó Guevara sobre Fidel? El Che se quedó con la juventud, pero Castro gobernó por cinco décadas.

-Claro, pero el Che nunca busco gobernar. El Che era un revolucionario en el sentido más arquetípico. Nunca ostentó el liderazgo de Cuba estando ahí, por más que le dieron ciudadanía. Y cuando volvió al continente, Bolivia era el país de paso para que él liderara la revolución en Argentina. A él siempre le faltó un Fidel a su lado después de la Sierra Maestra. Nunca fue político. Era un tipo intelectualmente muy logrado, era un tipo carismático casi por su anticarisma. Quizá su carisma más místico o mágico era su indignación social, lo cual era su detonante, su gatillo, y lo llevó a vivir y construirse como el Che.

-¿Y Fidel Castro?

-Fidel tenía obviamente un carisma propio muy elevado, un don de mando desde muy joven, una obsesividad al detalle. De Fidel podemos hablar mucho porque vivió casi tres veces más que el Che, gobernó medio siglo, es decir, es el patriarca de mil novelas, es la figura patriarcal, el hidalgo que gobernó la isla, que le quedó chica, responsable de que Cuba montara el escenario mundial durante décadas y quedara ahí como un actor de relevancia e interés. Entonces tenían roles o papeles muy distintos, uno como casi místico, simbólico, puro, entre comillas, el Che, y el otro el gran estratega, el comelotodo, el tragahistorias, el gran patriarca que era Fidel. Fidel decía las cosas como son. El Che hacía lo mismo, pero él era de romper sables y dejó el ejemplo de que si un puñado de hombres quieren, pueden intentar revertir el orden de las cosas. Hasta cierto punto su legado es más “peligroso” para el status quo que el de Fidel. Pero Fidel y el Che representan un dúo súper potente, y casi nos devuelve a la teoría del foco, por más repudiada que fuera, de que un puñado de hombre decidido y armado pueden cambiar las cosas.

-¿Cree que los restos del Che fueron encontrados y ahora está en Santa Clara, Cuba, o tiene dudas de eso como plantean algunas versiones en el sentido de que no fueron hallados?

-Esa tesis proviene de (los periodistas) Maite Rico y Bertrand de la Grange, de Humberto Fontova, un cubano americano de Miami que inventa las cosas y las dice, y originalmente viene de uno de los dos agentes de la CIA que estuvieron en Vallegrande cuando mataron al Che, Gustavo Villoldo. Yo sé (que fueron encontrados los restos) porque, como yo estuve involucrado en el descubrimiento, cuando finalmente los encontraron me llamaron los forenses para decirme “Jon, lo tenemos. Vente”. Yo debía ser el testigo de la boda de una de mis hermanas, pero tuve que decirle que no estaría y me fui a Bolivia. Fui el primero en ver los restos que no fuera un forense o un antropólogo forense. Las manos cercenadas las vi.

-¿Qué le dijeron los forenses entonces?

-Me dijeron: “Hemos hecho la prueba de la dentadura. Es él. Encontramos la picadura (de su pipa) en uno de sus bolsillos de la chaqueta. Encontramos el yeso de la máscara de muerte que le hicieron”. Es decir, era él. Yo vi los restos. Estaba recostado con cierta dignidad al lado de cinco esqueletos promiscuamente tirados al lado. Era el Che. ¿Por qué me lo iba a inventar (el general Mario) Vargas Salinas (que le reveló la ubicación del entierro) para luego pagar siete años de arresto domiciliario por romper el silencio conmigo? En ningún momento la gente que ha tejido esta tesis me entrevistó a mí, en ningún momento, y yo soy el que tiene más información sobre ese tema. No tiene que ver con ideología ni con bandos, sino que nunca lo hicieron y eso por lo menos es mal periodismo o mala investigación y muestra una vez más el ímpetu ideológico de esa investigación.